Las profundas distorsiones de la economía Venezolana,
algunas condiciones estructurales y muchas, pero muchísimas políticas
económicas erradas, han producido en nuestro aparato productivo y en nuestro mercado
interno, una serie de características peculiares que trataré de describir a
continuación:
Somos
un país de consumo, no de producción: La disponibilidad de relativamente
abundantes recursos provenientes de la explotación petrolera, permitieron a los
diferentes gobiernos de la cuarta república, promover una política de bienestar
no vinculado a la producción, en la cual sectores populares recibían desde
servicios básicos gratuitos hasta potes de leche y láminas de zinc para
arreglar sus ranchos y los sectores pudientes y los mejor relacionados,
recibían créditos blandos, condonación de deudas, contratos inflados,
protección arancelaria para sus negocios, dólares RECADI entre otras perlitas cuarto
republicanas, fielmente reproducidas en la quinta república.
Somos
importadores de casi todo: menos de ahorros,
de talento y de turistas. La documentada propensión de nuestra moneda a
revaluarse implicaría la necesidad de implantar medidas que favorecieran la
competitividad de la producción interna. Esas medidas o no han existido, o han
sido insuficientes, depende del sector que se evalúe. Por otra parte, por
razones económicas y en alguna medida sociológicas, el venezolano tiende a
tener cada bolívar que la sobre en forma de dólares o bienes de consumo. La
moda, no solo de ropa sino de cualquier cosa que pueda exhibirse, desde joyas y
tecnología hasta el pasaporte sellado, han producido que casi cualquier mortal
que haya querido, haya viajado aunque sea a Panamá, nuevo ombligo del mundo
para nuestros turistas raspacupos.
No
somos un país obrero: quisiera decir que lo somos pero no. La preponderancia
del sector terciario en nuestra economía, la condición parasitaria de la burguesía
criolla y la incapacidad del estado para impulsar el desarrollo rural hacen de
nuestro país, un campo minado de peluquerías, talleres mecánicos, venta de
motos, agencias bancarias, tiendas de ropa, agencias de lotería y más
recientemente, de spas, estéticas y franquicias de comida rápida.
¡Que difícil es encontrar
una tornería!, una fábrica de bombillos, de neveras. Es fácil culpar a los
burgueses de preferir importar, lo cual es cierto, pero también es cierto que,
si a alguien se le ocurre instalar una planta, amparado digamos en algún
crédito del Fondo Bicentenario, si algún empresario de un país amigo quisiera
aprovechar el gigantesco mercado Venezolano para producir internamente
seguramente no va a encontrar suficiente personal calificado en estos oficios.
Es más fácil encontrar ingenieros manejando taxis que costureras, técnicos
electricistas o torneros. Producimos miles y miles de bachilleres en ciencias y
humanidades, licenciados y técnicos que con algo de suerte trabajaran en algún
centro comercial y restaurantes de comida rápida los primeros, y de
secretarias, asistentes, recepcionistas y analistas los otros.
¿A qué
se debe tan Venezolano fenómeno? A que, dadas las características antes
descritas, las leyes del mercado hacen su aparición una vez más: el precio
relativo (en este caso del talento obrero) depende de su escasez relativa. Un
obrero en Venezuela cobra sobradamente mucho más que un empleado ó un
profesional. No tengo soporte estadístico para esta afirmación, simple
observación: Un obrero en una empresa transnacional ensambladora de autos,
fabricante de cauchos, productora de pinturas, helados o cualquier otra en el
sector privado, (al menos en las más grandes) gana muchísimo más de un salario mínimo.
Son de hecho unos privilegiados, no solo al compararlos con otros obreros en
empresas más pequeñas que evidentemente no tienen condiciones similares, sino
que al compararles con cualquier profesional, licenciado, ingeniero o técnico
laborando en otra empresa, incluso dentro la misma empresa, los beneficios que
reciben son muy superiores, adicionales a su ya generoso salario: planes vacacionales,
seguros de salud, cupo para compra de carros, cajas de ahorro, bonos
vacacionales, paquetes turísticos entre otros muchos. Al parecer lo mismo
ocurría en la época industrial de los EEUU cuando surgieron los “blue collar”
obreros bien remunerados que formaron la hoy mermada clase media
norteamericana.
Si
vemos el caso de los empleados públicos, el caso no es diferente: los obreros
de las universidades y del ministerio de educación, por solo poner un ejemplo
reciben muchísimo mas que los profesores de esas instituciones. Un electricista
o mecánico en Corpoelec puede comprarse
un carro de contado con lo que recibe de aguinaldos (me consta), mientras que
sus supervisores, Ingenieros y profesionales de todo tipo responsables de la
continuidad del servicio, escasamente reciben tres salarios mínimos. Gozan de una protección
total muchas veces proporcional a su desapego por el trabajo y su falta de
compromiso.
En
resumen, nuestros obreros no son los pobrecitos desasistidos que se describen
en los textos Marxistas venidos de una Europa que si conoció la explotación del
trabajo. Aun cuando hay casos de casos, no creo que la mayoría de nuestros
obreros se parezcan tampoco a nuestros hermanos Latinoamericanos
semiesclavizados en el trabajo rural o en el urbano de un país no petrolero.
Creo más bien que deberíamos generar condiciones para que nuestros “obreros de
clase alta” den paso a la masificación de sus logros, aun a costa de ceder un
poco en sus aspiraciones pequeñoburguesas. Es una realidad que estos obreros se
identifican mas con sus propios patronos que con sus compañeros de clase
social, menos aventajados en términos de su remuneración en términos
materiales.
En conclusión, no es el
obrero quien esta en la base de nuestra pirámide social. Todos somos trabajadores,
hay que gobernar para todos.
Economista Javier Hernandez
@jhernandezucv
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